La corrupción política en España no es una enfermedad puntual, sino una metástasis institucionalizada. Durante las últimas décadas, el Estado español ha sido testigo de una sucesión interminable de escándalos de corrupción que han afectado a todos los niveles de la administración y a prácticamente todas las formaciones políticas relevantes. No se trata de manzanas podridas, sino de un árbol enfermo cuyas raíces están tan profundamente enterradas en la cultura política y judicial que ya nadie sabe dónde empieza la justicia y dónde termina el poder.
El último episodio —la dimisión de Santos Cerdán, secretario de Organización del PSOE, tras un informe de la UCO que lo implica en amaños y mordidas— solo es una muesca más en un sistema que ha perdido la capacidad de sorprendernos. Cerdán, se ve ahora señalado en una investigación que, si bien está en fase preliminar, no ha impedido que sus rivales políticos exijan su cabeza, mientras miran hacia otro lado cuando los escándalos rozan a los suyos. No hay una ética compartida, sino una estrategia de supervivencia partidista.
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El poder judicial, atrapado entre los tirones del bipartidismo político y los intereses del gran capital. |
España no tiene un problema de corrupción. Tiene un sistema corrupto
Desde el caso Roldán hasta el reciente escándalo Ábalos-Koldo, España ha protagonizado una larga lista de tramas de corrupción. Gürtel, Púnica, EREs, Nóos, Bárcenas, Palau, Malaya... son más que nombres propios: son síntomas de un modelo político basado en la captura del Estado por intereses privados y partidistas. Las cifras hablan por sí solas: miles de millones de euros defraudados, contratos públicos amañados, campañas financiadas ilegalmente, estructuras paralelas dentro de las fuerzas de seguridad. Y sin embargo, lo más alarmante no es lo que se roba, sino lo que se protege.
En esta cultura política contaminada, el papel del empresariado corruptor apenas se menciona. Las empresas que pagan mordidas, que financian campañas a cambio de adjudicaciones, rara vez son señaladas. Como si la corrupción fuera un fenómeno unilateral. Mientras los medios exponen a los políticos implicados, los nombres de las grandes constructoras, consultoras y grupos económicos desaparecen del foco, blindados por su poder, por el miedo a perder publicidad institucional o por la connivencia del poder mediático y económico.
El último informe de la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil, que ha causado la dimisión de Santos Cerdán, es un claro ejemplo de esto. Según ese informe, varios altos cargos del PSOE estarían implicados en el cobro de comisiones ilegales a cambio de adjudicaciones de obras públicas. Entre las empresas señaladas aparece Acciona, una de las grandes constructoras del IBEX 35, propiedad de la familia Entrecanales, que habría pagado más de un millón de euros en comisiones a Ábalos, Koldo y Cerdán.
El informe sostiene que los implicados acordaron con Acciona la adjudicación preferente de concursos públicos, especialmente en organismos como Adif, empresa pública dependiente del Ministerio de Transportes. No es la primera vez que Acciona se ve envuelta en tramas de este tipo. En 2018, la promotora admitió su implicación en el ‘caso Plaza’, donde se saqueó una empresa pública zaragozana con un desfalco de 147 millones de euros, por el cual Acciona debió indemnizar a la comunidad autónoma.
Tampoco es la primera vez que su presidente, José Manuel Entrecanales, aparece vinculado a operaciones turbias. En el marco del caso Púnica, el empresario fue señalado por el constructor David Marjaliza como presunto donante de 60.000 euros en negro al Partido Popular. En 2015, Acciona ganó un concurso público para gestionar el suministro eléctrico de 12 hospitales madrileños, donde la fórmula de ahorro premiaba a la empresa con la mitad de lo no consumido. En el Hospital Infanta Sofía, solo por ese concepto, cobró 1,28 millones de euros en 2017.
Pero hay más. En 2022, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) multó a las seis principales constructoras del país —Acciona, ACS, FCC, Ferrovial, OHLA y Sacyr— con más de 200 millones de euros por formar un cártel que durante 25 años se repartía las obras públicas entre ellas. Un saqueo organizado, con consecuencias mínimas.
Todos los grandes periódicos, sean afines al PP, al PSOE o a Vox, evitan poner el foco en estas grandes empresas. Se pide la dimisión de políticos —con razón—, se exige regeneración, pero nunca se plantea que las empresas reincidentes en corrupción queden excluidas de por vida de los concursos públicos. ¿Por qué? Porque la corrupción política en España no se sostiene sin el músculo económico del oligopolio empresarial que se ha forjado entre los despachos de Ferraz, Génova, la CEOE y la CNMC.
Acciona no es una excepción, sino un arquetipo del capitalismo español construido sobre la relación clientelar con el Estado. Su origen remonta a la unión de una empresa ferroviaria beneficiada por la Restauración borbónica del siglo XIX y la constructora Entrecanales y Távora, que se enriqueció durante el franquismo con obra pública. Hoy, su CEO, José Manuel Entrecanales Domecq, nieto de uno de esos oligarcas del régimen, encarna el perfecto símbolo de una oligarquía hereditaria que ha sobrevivido a dictaduras, transiciones y democracias.
¿Y el castigo? Ninguno. Las mismas constructoras que durante décadas se han lucrado con sobrecostes y mordidas siguen recibiendo contratos multimillonarios. Ni la CNMC, ni la Fiscalía, ni los medios —salvo excepciones marginales— exigen su exclusión. La corrupción del bipartidismo se alimenta del modelo económico clientelar, y los costes se pagan con recortes, precariedad y pérdida de derechos sociales.
En este contexto, está muy bien pedir dimisiones, exigir explicaciones y depurar responsabilidades políticas. Pero si no se toca la raíz económica de la corrupción —la simbiosis entre Estado y grandes empresas—, todo cambio será cosmético. Porque mientras los políticos entran y salen, los grandes beneficiarios de la corrupción siguen siendo los mismos de siempre.
La farsa de la separación de poderes
La idea de que la Justicia en España actúa con independencia frente al poder político es, en muchos casos, una ficción sostenida por discursos institucionales vacíos. El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el órgano de gobierno de los jueces, lleva años caducado porque los partidos políticos —principalmente PP y PSOE— se niegan a pactar su renovación sin repartirse previamente los puestos clave. La Justicia se gestiona como un botín más.
El caso del juez Ángel Hurtado es ilustrativo. Conservador, alineado históricamente con los intereses del PP, fue el único magistrado que se opuso a condenar al Partido Popular en la trama Gürtel, defendiendo que no había pruebas suficientes para acreditar su relación con la corrupción sistémica que se juzgaba. Años después, es él quien instruye la causa contra el fiscal general del Estado por la supuesta filtración de un correo electrónico relacionado con la pareja de Isabel Díaz Ayuso. En su auto, llega a insinuar que el fiscal actuó por órdenes de Moncloa, pero sin aportar una sola prueba. ¿Es justicia o revancha? ¿Estado de derecho o guerra de trincheras?
Cloacas del Estado: el uso del Estado contra los rivales políticos
El caso de las “cloacas” contra Podemos es especialmente revelador. Bajo el Gobierno del PP, altos cargos del Ministerio del Interior y de la Policía Nacional habrían montado una red clandestina para desprestigiar a la formación morada, creando informes falsos, filtrando datos manipulados y usando a medios de comunicación afines como altavoces de esta guerra sucia. Todo esto con el objetivo de erosionar su imagen y frenar su ascenso electoral. ¿Y cuál ha sido el resultado judicial de estas acciones? Cero consecuencias reales.
Los informes fueron desmentidos, los casos archivados, las querellas bloqueadas. Mientras tanto, el daño ya estaba hecho: Pablo Iglesias y su entorno quedaron señalados durante años, incluso con falsas acusaciones de financiación ilegal desde Venezuela. La maquinaria del Estado, en lugar de servir al interés general, fue puesta al servicio del interés partidista. Y el sistema judicial, lejos de castigar esta desviación autoritaria, ha sido cómplice por acción u omisión.
¿Una nueva cloaca en marcha?
La reciente aparición de audios protagonizados por Leire Díez, militante del PSOE y ex teniente de alcalde en un municipio cántabro, ha reavivado el debate sobre las cloacas del Estado, la utilización de cuerpos policiales para fines políticos y la posible implicación del propio aparato del Estado en prácticas de presión, manipulación o chantaje. Lo que se escucha en esa grabación de 53 minutos no es menor: Díez se reúne con los empresarios Javier Pérez Dolset y Alejandro Hamlyn, ambos encausados en procesos judiciales, quienes sostienen que detrás de su persecución hay fiscales y mandos de la Guardia Civil implicados en prácticas corruptas.
Durante ese encuentro, los empresarios ofrecen información sobre presuntas irregularidades y delitos cometidos por altos cargos de la Guardia Civil, y Díez se interesa por dicha información, llega a pedir que se le envíe y ofrece a cambio sentar a Hamlyn con fiscales. Hamlyn, por su parte, busca un pacto judicial. Aquí es donde se abren las incógnitas: ¿Actuaba Díez en nombre del PSOE? ¿Fue enviada por alguien de la cúpula del partido? ¿Tenía realmente capacidad para facilitar reuniones con fiscales o estaba actuando por cuenta propia? El PSOE ha negado tener relación alguna con esta maniobra y ha anunciado la apertura de un expediente disciplinario. Díez, por su parte, ha declarado que no tiene “vinculación con Ferraz” y ha defendido que su interés responde a una supuesta investigación personal sobre las cloacas del Estado iniciada en 2019 junto con Dolset.
Lo que sí sabemos con certeza es que no hubo pacto alguno con la Fiscalía. Las acusaciones contra ambos empresarios siguen activas. Hamlyn ni siquiera se ha presentado a juicio, alegando no poder salir de Dubái, y la Fiscalía solicita para él más de 50 años de cárcel. Por tanto, lo que se ha planteado como las “cloacas del PSOE” es, por ahora, una construcción mediática y política sin sustento judicial firme, pero con un alto potencial para alimentar el clima de desconfianza institucional.
La comparación automática con las cloacas del Estado que operaron contra Podemos es tentadora, pero apresurada. Aquel entramado incluía a altos cargos del Ministerio del Interior, comisarios, informes falsificados, espionaje extrajudicial, filtraciones sistemáticas a medios y un plan de guerra sucia orquestado desde el poder. En este caso, aún no está claro si hay una estructura organizada, quiénes son sus responsables ni cuál era el objetivo real. Lo que sí parece evidente es que la instrumentalización del aparato del Estado sigue siendo un riesgo real en España, y que las luchas políticas se libran cada vez más en los márgenes de la legalidad institucional.
Pero hay un elemento clave que pasa desapercibido en este contexto: el caso Koldo, que ha implicado a José Luis Ábalos, Santos Cerdán y otros miembros del entorno del PSOE, no surgió por una investigación del propio sistema institucional, sino por la presión de actores externos —y profundamente politizados—.
Uno de los primeros en denunciar las irregularidades en la adjudicación de contratos fue el abogado aragonés Ramiro Grau Morancho, figura pública vinculada a Vox, que ya en 2020 envió seis cartas a Presidencia del Gobierno alertando sobre la empresa Soluciones de Gestión y Apoyo a Empresas S.L., adjudicataria millonaria de material sanitario sin experiencia previa. También denunció el caso ante la Fiscalía General del Estado y el Tribunal Supremo, aunque sin éxito en primera instancia. Estas alertas, junto con investigaciones periodísticas y denuncias del PP en la Comunidad de Madrid sobre contratos exprés durante la pandemia, fueron la base de la denuncia presentada por el Partido Popular ante la Fiscalía Anticorrupción en marzo de 2022.
Cabe subrayar que no hay evidencia pública de que el PP tuviera información privilegiada o filtrada por instancias judiciales. Lo que hicieron fue recoger y sistematizar una serie de datos ya conocidos, pero hasta entonces ignorados por el sistema judicial. El hecho de que tenga que ser un partido rival —y no los propios mecanismos de control del Estado— quien active el proceso judicial es, en sí mismo, una muestra más de la debilidad estructural de nuestro Estado de derecho.
Así, mientras los medios se centran en si Leire Díez representa al PSOE o no, o si los audios son más o menos escandalosos, el verdadero problema sigue intacto: el sistema judicial español actúa con lentitud, selectividad y, muchas veces, solo bajo presión mediática o partidista.
La conclusión es preocupante: ni la transparencia ni la autorregulación son la norma, y el control institucional parece depender más de filtraciones, denuncias interesadas y batallas partidistas que del propio Estado como garante del bien común. Las cloacas ya no son una excepción —ni patrimonio exclusivo de un solo partido—; son el síntoma de un modelo político donde el poder se ejerce sin control real y donde la justicia se activa según la conveniencia o el ruido que se logre generar.
El doble rasero de la dimisión y la vergüenza
En este contexto, lo más insultante no es solo que se robe, sino que se establezca un doble rasero moral: unos dimiten, otros se atrincheran. Se exige ejemplaridad al rival mientras se protege al propio. Se pide justicia para el otro mientras se manipula la maquinaria para evitar que alcance a los nuestros. Se habla de regeneración democrática con la boca llena mientras se negocia en los despachos la supervivencia de jueces afines, de fiscales obedientes, de comisarios leales. La democracia se convierte así en un teatro de sombras.
Cuando se denuncia a Ayuso por su relación con un defraudador confeso, sus defensores atacan al fiscal. Cuando se descubre que el PP supo antes que nadie de la filtración del correo, se cuestiona al juez que investiga. Cuando Podemos pide que se investigue a la UCO, se le acusa de atacar a las instituciones. Pero, ¿no es precisamente eso lo que debería hacer un partido democrático? ¿No debería ser su deber exigir que el Estado funcione con transparencia y no como un arma?
Lo más trágico de todo esto no es que haya corrupción, sino que se haya normalizado. Que se acepte como parte inevitable del juego. Que los escándalos se administren, no se erradiquen. Que los medios de comunicación decidan qué caso tiene recorrido y cuál no. Que los fiscales no puedan investigar sin mirar antes de reojo a sus superiores. Que los jueces sean ascendidos o desplazados según a quién molesten.
España vive una crisis democrática profunda que no tiene que ver con el separatismo catalán, ni con el coste de la vida, ni con el ruido parlamentario. Tiene que ver con el secuestro de las instituciones por parte de una élite política, empresarial, mediática y judicial que ha convertido el Estado en un cortijo. Y mientras no se rompa esa cadena de complicidades, no habrá regeneración posible.
¿Qué democracia queremos?
La corrupción no es solo robar dinero. Es también usar el poder para destruir al adversario. Manipular pruebas. Blindar a los tuyos. Fingir justicia cuando lo que se ejerce es poder. Decidir quién dimite y quién no según convenga. Utilizar jueces afines para atacar al enemigo político. Echar tierra sobre los abusos del pasado mientras se siembran los del futuro.
Es hora de preguntarnos qué democracia queremos. Si una donde la ley se aplique igual para todos, donde los jueces no sean nombrados a dedo por los partidos, donde los cuerpos de seguridad no trabajen como sicarios políticos. O si aceptamos seguir viviendo en una democracia de cartón piedra, donde lo importante no es la verdad, sino quién la cuenta.
Porque si no rompemos el ciclo, si no señalamos a las empresas corruptoras, a los medios cómplices, a los jueces dóciles, a los partidos que usan el Estado como su propiedad, entonces no nos estamos enfrentando a un problema de corrupción. Estamos aceptando vivir bajo una democracia muerta.
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