Llega esa época del año en la que, tras meses de espera, cuidados constantes y preocupaciones varias, alguien pronuncia la frase que marca un antes y un después en el calendario de quienes viven cerca de la viña: “hay que vendimiar”. Y con esas tres palabras se abre un universo de emociones, trabajo y tradición que se repite desde hace siglos, con la misma mezcla de cansancio, ilusión y esperanza en cada cosecha.
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La vendimia como metáfora de la vida |
La vendimia: entre la memoria, el esfuerzo y la pasión
Mi relación con las uvas es relativamente reciente en la práctica, pero hondamente antigua en el recuerdo. No viene de un plan calculado ni de una vocación temprana, sino más bien de una semilla que se quedó dormida en la memoria y que ahora vuelve a germinar. De niño, vendimiaba las uvas con mi abuelo. Lo recuerdo como si fuera un juego extraordinario: toda la familia reunida, los racimos cortados uno a uno, el sonido del mosto al ser estrujado con los pies, el olor dulce que llenaba el aire, la magia de ver cómo aquellas uvas se transformaban en algo nuevo. Y, por supuesto, la gran comida posterior, ese banquete casero que era más una fiesta que un trabajo.
Aquellas vendimias de la niñez no eran solo recoger uvas; eran un rito de unión familiar, un tiempo en que el esfuerzo se compartía y el cansancio se convertía en motivo de risa. Eran, en esencia, un recordatorio de que el vino no empieza en una copa elegante, sino en las manos de quienes lo cultivan.
Hoy, esa relación renace gracias a mi pareja y a la tradición familiar que ella decidió mantener viva. Cuando falleció su abuelo, quedó entre sus manos —y ahora también entre las mías— la responsabilidad de cuidar lo que él había transformado con paciencia y constancia: una ladera de monte convertida en un viñedo doméstico. No era un simple huerto, ni un hobby cualquiera. Era una obra de vida que pedía continuidad, porque dejarla morir habría significado apagar una historia familiar que había costado demasiado levantar.
Y así, lo que comenzó como un gesto de acompañamiento terminó por convertirse en una pasión compartida. Con el paso de los años he comprendido que vendimiar no es únicamente cortar racimos; es recoger herencias invisibles, es escuchar las voces de quienes ya no están, es hacer presente lo que parecía condenado al olvido.
Elaborar tu propio vino, aunque sea en pequeña escala y solo para consumo familiar, exige mucho más de lo que parece. Hay que reponer las cepas, podar, atar, sulfatar, desfollar, recoger, estrujar, prensar, trasegar… y todo con un calendario que no perdona y que marca el ritmo de las estaciones.
Y sí, después de tanto esfuerzo, lo que queda son unas botellas de un vino humilde, turbio, con poco alcohol —mejor así— pero con un sabor auténtico y sin artificios. Un vino sin enólogos ni laboratorios, un vino que no pretende ganar concursos, pero que lleva dentro la huella del esfuerzo, del cariño y de la tierra que lo vio nacer.
Podría alguien preguntarse: ¿y todo esto para qué? La respuesta llega sola cuando descorchas una de esas botellas, la sirves en la mesa y observas la cara de familiares y amigos que lo prueban y sonríen, aprobando lo que en el fondo es una obra colectiva. Esa satisfacción, ese orgullo silencioso de ofrecer algo propio, no tiene precio. Es un sentimiento que no se mide en grados de alcohol ni en etiquetas con medallas, sino en miradas cómplices y en brindis que saben a hogar.
¿Qué nos depara el futuro? Seguir aprendiendo, sin duda. El mundo del vino es tan complejo que uno nunca deja de descubrir algo nuevo: técnicas, tiempos, errores que se convierten en maestros. La meta es clara: continuar con la tradición, mantener viva esa herencia, aunque cueste, aunque el camino sea duro.
A veces me descubro fantaseando con la idea de dejar mi trabajo actual y dedicarme por completo a la viticultura. Es un sueño temerario, lo sé. La competencia en el mundo del vino es feroz, y las bodegas artesanales conviven con gigantes que dominan el mercado. Pero también es cierto que detrás de cada vocación hay un momento en que uno siente que algo escondido, quizás desde la infancia, sale a la luz con fuerza. Y tal vez eso sea lo que me está ocurriendo: quizá he encontrado una pasión que dormía en mí, esperando a ser despertada con el crujido de unas tijeras de vendimiar.
En el fondo, la vendimia es más que un trabajo agrícola. Es una metáfora de la vida misma. Enseña que nada valioso se obtiene sin esfuerzo, que la paciencia es tan importante como la ilusión, y que los frutos llegan después de un año entero de cuidados invisibles. Enseña también que la verdadera riqueza no siempre está en lo que produces, sino en lo que compartes.
Vendimiar es recordar que estamos de paso, que somos eslabones de una cadena más larga que nosotros mismos. Que cada racimo cortado, cada botella ofrecida, es un acto de continuidad con quienes estuvieron antes y un legado para quienes vendrán después.
Por eso, más allá del cansancio, del sudor y de las manos teñidas de morado, la vendimia siempre termina siendo una fiesta. Una celebración de la tierra, del esfuerzo humano y de la capacidad que tenemos de transformar lo pequeño en algo extraordinario.
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