El fin del espejismo inmobiliario: cómo la caída del turismo podría pinchar la burbuja - Robando Tu Tiempo

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10 octubre 2025

El fin del espejismo inmobiliario: cómo la caída del turismo podría pinchar la burbuja

España vive una paradoja que se ha convertido en síntoma de una enfermedad estructural: mientras millones de personas no pueden acceder a una vivienda digna, el país acumula más de 455.000 viviendas nuevas sin vender y casi cuatro millones vacías. No se trata de un error de mercado, sino de una estrategia. La vivienda se ha transformado en un activo financiero, un instrumento de especulación, y los grandes fondos prefieren mantener miles de pisos vacíos antes que venderlos o alquilarlos a precios razonables.

El objetivo ya no es ofrecer hogares, sino sostener el valor contable de los activos. Porque si bajan los precios, los fondos pierden valor en bolsa, sus acciones caen, los inversores huyen. El resultado es un sistema que castiga al ciudadano y premia la ineficiencia: se destruye el derecho a la vivienda para mantener intacta una ilusión financiera.


Representación conceptual de burbuja inmobiliaria turística
Representación conceptual de burbuja inmobiliaria turística


La vivienda como rehén: cuando el precio importa más que el hogar

Viviendas vacías para mantener la ficción del valor

En un mercado normal, una caída en la demanda debería reducir los precios. Sin embargo, en España ocurre lo contrario: bajan las compraventas, pero los precios siguen subiendo. Los datos del segundo trimestre de 2025 muestran caídas del 7% en las operaciones en Madrid, Baleares o Canarias, mientras el precio por metro cuadrado subió más de un 13% en la capital.

Esta rigidez no tiene lógica económica, pero sí financiera. Los grandes fondos internacionales —socimis, aseguradoras, fondos soberanos— no pueden permitirse reconocer pérdidas. Si venden barato, sus carteras se deprecian y su cotización se desploma. Prefieren mantener miles de pisos vacíos antes que perder valor bursátil. En el capitalismo financiero, el ladrillo no se construye para vivir, sino para cotizar.

Esta lógica perversa convierte la vivienda en un bien de lujo, incluso en zonas donde sobra la oferta. España gana apenas 100.000 viviendas al año, pero mantiene un “stock” de 455.000 inmuebles nuevos sin salida en el mercado. En paralelo, los precios suben entre un 10% y un 12% anual, mientras los salarios apenas crecen un 3%. La brecha entre el coste de la vivienda y el poder adquisitivo de los ciudadanos se ensancha, condenando a generaciones enteras al alquiler perpetuo o a la exclusión residencial.


De la casa al producto financiero

El economista e investigador del CSIC Javier Gil lo explica con crudeza: “Mientras desahucian a la gente, entra dinero de fuera que compra vivienda y hace subir su precio”. La vivienda dejó de ser un derecho para convertirse en un vehículo de inversión. Desde los años 60, la política neoliberal fomentó la idea de que cada ciudadano debía ser propietario, no por seguridad, sino para convertir su hogar en un activo.

Hoy, esa misma lógica ha sido llevada al extremo. Ya no se compran casas para vivir, sino para especular con su valor futuro. Las redes sociales están llenas de “gurús del rentismo” que enseñan cómo “vivir de tus pisos”, parcelando viviendas y alquilando habitaciones a precios desorbitados. Influencers inmobiliarios como César Rivero o Ury Vice promueven un discurso que normaliza la especulación y trivializa el drama social que provoca.

La vivienda se convierte así en una suerte de criptomoneda tangible: algo que se compra, se acumula y se retiene esperando que suba de precio. Se vacía de su función esencial —proporcionar techo y estabilidad— para ser tratada como un número en una hoja de cálculo.

Un país de propietarios sin casa

El acceso a la vivienda se ha deteriorado drásticamente en las últimas décadas. En 1987 bastaban tres años de salario para comprar una vivienda; hoy se necesitan catorce años íntegros. La consecuencia es una generación joven atrapada entre alquileres imposibles y sueldos insuficientes. Los datos del Instituto Juan de Mariana son demoledores: el 81% de los nacidos entre 1945 y 1965 eran propietarios a los 40 años; entre los nacidos después de 1985, menos del 50%.

La “sociedad de propietarios” que el neoliberalismo prometió como símbolo de progreso se ha transformado en un espejismo. Muchos españoles son dueños de su casa, pero cada vez menos jóvenes pueden aspirar a serlo. El resultado es una estructura social envejecida, frágil y dependiente, en la que la vivienda ha dejado de ser una herramienta de seguridad para convertirse en un muro de entrada a la estabilidad.

Singapur: el espejo incómodo

En contraste, el modelo de Singapur ofrece una lección incómoda. Allí, el 90% de los ciudadanos son propietarios de su vivienda, gracias a una política estatal que combina vivienda pública masiva, fiscalidad disuasoria y ayudas directas. El Estado interviene activamente para garantizar que todo ciudadano tenga acceso a un hogar.

El organismo público HDB ha construido más de un millón de viviendas, con ayudas de hasta 120.000 euros para familias primerizas y un sistema de impuestos progresivos que penaliza la acumulación especulativa. Los extranjeros pagan hasta un 60% más por su segunda vivienda, y los grandes tenedores soportan una fuerte carga fiscal.

El resultado es un mercado estable, donde el Estado no teme intervenir cuando los precios se desbocan. En España, por el contrario, la regulación es débil, dispersa y, en muchos casos, capturada por los propios intereses inmobiliarios. Apenas existe parque público —menos del 2% del total— y las políticas fiscales siguen premiando la acumulación.


La burbuja silenciosa y el aviso del turismo

El mercado inmobiliario español vive una nueva burbuja, pero sin euforia ni grúas. Es una burbuja de expectativas, sostenida por el dinero especulativo extranjero y por un modelo económico que depende de la vivienda y el turismo como pilares de crecimiento.

Sin embargo, hay señales de advertencia. El turismo, principal motor de la demanda en muchas zonas, empieza a mostrar síntomas de agotamiento. España recibió 94 millones de turistas en 2024, pero la proyección para 2025 se frena en torno a los 97 millones. Las llegadas crecen menos del 4%, frente al 11% del año anterior. Las islas y ciudades costeras están saturadas, los pisos turísticos se estancan, y la llamada “turismofobia” crece entre los residentes expulsados de sus barrios.

Si el turismo se enfría, la burbuja inmobiliaria puede perder su último soporte. Miles de viviendas compradas para uso vacacional o como inversión quedarán sin salida rentable. Y cuando el flujo de turistas y de dinero extranjero se reduzca, los precios —por fin— podrían enfrentarse al espejo de la realidad.


Un futuro hipotecado

El problema de la vivienda no es solo un asunto económico; es una bomba social y demográfica. Cuando las familias destinan el 50% o más de su salario a pagar un alquiler o hipoteca, dejan de tener hijos, de consumir, de ahorrar. Sin relevo generacional ni estabilidad habitacional, el tejido social se erosiona.

España se dirige hacia un escenario en el que el derecho a la vivienda se ha privatizado y la clase media se desintegra lentamente entre hipotecas imposibles y alquileres abusivos. Una sociedad que ha convertido el ladrillo en su tótem corre el riesgo de derrumbarse bajo su propio peso.

Reconstruir el sentido del hogar

La especulación con la vivienda no es solo una cuestión de precios, sino de valores. Cuando una sociedad permite que el beneficio financiero pese más que el derecho a un techo, ha perdido el norte moral.

España necesita recuperar el sentido de la vivienda como bien común, no como mercancía. Inspirarse en modelos como el de Singapur no implica copiarlo, sino entender su esencia: planificación, fiscalidad justa, promoción pública y una visión de largo plazo.

Porque si seguimos alimentando una economía basada en el rentismo, el turismo masivo y la especulación financiera, el castillo de ladrillo acabará derrumbándose. Y cuando lo haga, no caerán solo los precios: caerá la confianza en un país que decidió vender su futuro a cambio de mantener la fachada de prosperidad.

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