Me lo contó un amigo profesor hace unos días. Y no era la primera vez que escuchaba algo así.
La escena descrita —profesores que sienten cómo la palabra de un “influencer” pesa más que su propia voz en el aula, jóvenes que prefieren confiar en lo que viraliza antes que en lo que se enseña, padres que ya no respaldan a los docentes sino que se suman al cuestionamiento— no es anecdótica. Es síntoma de un cambio profundo en nuestra cultura: la erosión de la autoridad del conocimiento frente a la inmediatez de la opinión y la popularidad. Y, como telón de fondo, un ecosistema digital diseñado para mantenernos atrapados en una rueda interminable de estímulos.
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Un grupo de adolescentes con móviles en la mano ignorando a su profesora |
Entre la educación, las redes sociales y el olvido del presente: una sociedad en riesgo de desconexión real
La crisis de la escuela: cuando el profesor ya no es referente
Durante siglos, la figura del maestro fue incuestionable. La escuela era un espacio de legitimidad cultural: lo que se aprendía allí tenía valor porque provenía de una institución reconocida y de un saber acumulado durante generaciones. Hoy, en cambio, muchos estudiantes creen más en un vídeo de 30 segundos en TikTok que en una explicación de 50 minutos en clase.
No es solo un problema de atención o de “nativos digitales”. Es, sobre todo, una crisis de confianza. Los jóvenes perciben que el conocimiento es accesible en cualquier lugar y, por tanto, que el profesor ya no es imprescindible. Y a ello se suma la falta de respaldo institucional: docentes desmotivados porque sienten que sus decisiones pedagógicas no cuentan con apoyo, presionados por padres que defienden más a sus hijos que a la autoridad académica, y vigilados por una burocracia educativa que les exige resultados medibles pero no les da herramientas para trabajar con profundidad.
El resultado es un sistema en el que la enseñanza se diluye: profesores que bajan el nivel para evitar conflictos, que miran hacia otro lado frente a trampas en los exámenes, o que incluso facilitan respuestas porque saben que la presión por aprobar es más fuerte que la misión de educar.
La pregunta es inevitable: ¿qué sociedad estamos formando si la educación deja de ser un espacio de transmisión de conocimiento crítico y se convierte en una fábrica de títulos vacíos?
El espejismo digital: vivir para contar, no para vivir
El segundo bloque del relato nos traslada a una puesta de sol, a un concierto, a la vida misma filtrada por pantallas. Lo que antes era experiencia íntima y personal se ha transformado en contenido para mostrar. Lo que era recuerdo se convierte en mercancía digital.
Este cambio no es inocente: hemos aprendido a medir la validez de nuestras vivencias por la cantidad de “me gusta” que reciben, no por lo que significan para nosotros. En el camino, olvidamos lo esencial: vivir el presente sin necesidad de testigos virtuales. La paradoja es que, en nombre de la conexión, hemos perdido la conexión real: con los demás, con la naturaleza, con lo que sentimos.
Y aunque suene exagerado, esto tiene consecuencias políticas y sociales. Una sociedad que vive en función de la validación digital es una sociedad más manipulable. Si dejamos que las generaciones futuras aprendan a través de lo que se viraliza —incluyendo bulos, simplificaciones y discursos de odio—, corremos el riesgo de que carezcan de pensamiento crítico y queden expuestas al populismo más burdo. La extrema derecha, pero también cualquier poder autoritario, se alimenta precisamente de eso: mensajes simples, emocionales y compartidos masivamente.
La paradoja de los jóvenes: hiperconectados y cansados
El fenómeno de la détox digital y la llamada appstinence muestra que, en el fondo, las nuevas generaciones también están empezando a rebelarse. Muchos jóvenes sienten que las redes sociales no les dan libertad, sino ruido, presión y agotamiento. Que, lejos de abrirles horizontes, les roban tiempo y autonomía.
Pero aquí aparece la gran contradicción: saben que necesitan las redes para no quedar fuera de su círculo social, pero al mismo tiempo intuyen que esas mismas redes les despojan de identidad. Viven atrapados en un tira y afloja constante entre querer desconectarse y temer desaparecer.
El sociólogo José Francisco Durán lo explica bien: cuanto más se consoliden las relaciones cara a cara, menos dependencia habrá de lo digital. Pero mientras el reconocimiento social se mida por el número de seguidores o reacciones, la sensación de que “fuera de las redes no existes” seguirá pesando.
Educación, redes y sociedad: un triángulo peligroso
La conexión entre ambos planos —la crisis de la escuela y la adicción a las redes— es evidente. Un joven que cree más en un “trend” de TikTok que en un libro de texto no solo es un reto para la educación: es una alerta social.
La escuela debería ser el espacio que dote a los estudiantes de pensamiento crítico para cuestionar lo que ven en internet, para distinguir verdad de mentira, para no dejarse manipular. Pero cuando la escuela misma se debilita, cuando el profesor ya no es respetado, cuando la enseñanza se reduce a aprobar exámenes fáciles, entonces no hay dique de contención frente a la avalancha de desinformación.
La consecuencia no es solo una bajada de nivel académico: es una ciudadanía más frágil, menos capaz de resistir narrativas simplistas, más vulnerable a discursos autoritarios. Una sociedad que confunde popularidad con verdad está condenada a la manipulación.
¿Qué hacer? Reconectar desconectando
No se trata de demonizar las redes sociales: tienen un lado útil, permiten vínculos, oportunidades y aprendizajes. Pero tampoco podemos ser ingenuos: están diseñadas como casinos digitales, para atraparnos en una lógica de estímulo constante.
La solución pasa por tres frentes:
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Reforzar la educación: dar a los profesores respaldo institucional, recuperar el prestigio de la enseñanza y enseñar pensamiento crítico desde la infancia.
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Educar en el uso digital: no basta con enseñar matemáticas o lengua; hay que enseñar a interpretar algoritmos, a detectar bulos, a manejar la identidad digital.
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Recuperar el valor de la experiencia directa: más encuentros sin móviles, más recuerdos guardados en la memoria y no en la nube, más espacios para vivir sin compartir.
La anécdota de la pareja joven frente al atardecer es la metáfora perfecta: dos maneras de entender la vida. Una que elige disfrutar el momento como es, irrepetible, sin necesidad de validación externa. Otra que lo convierte en un producto digital, fugaz y medido en likes.
Nuestra sociedad se juega mucho en esa elección. Si seguimos viviendo para contar en lugar de vivir, acabaremos siendo espectadores de nuestras propias vidas, adictos a un reflejo digital que nunca nos saciará.
Pero si somos capaces de recuperar el “aquí y ahora”, de valorar más a un buen maestro que a un “tiktoker” viral, de vivir sin pantallas mediando cada instante, quizá aún tengamos la oportunidad de construir una sociedad más consciente, más libre y más auténtica.
Porque, al final, vivir es otra cosa.
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